Sunday, January 08, 2006

Memoria del Asalto


Por: Sobieski de León


Cuando las turbas llegaron a “La Garita” en el
kilómetro “Uno”, alguien regó en el Pueblo: -¡ Están
asaltando la casa de Monseñor!.
Todos nos asustamos. El temor a Trujillo imperaba y
los calieses eran un solo terror.
Tenía tan sólo trece años. En la Capilla “Santísimo
Redentor”, iglesia de pobres de la calle “12 de
julio”, éramos monaguillos: Máximo, Bienvenido,
Rosendo, Justiniano y yo. Dulce María “la cojita” era
quien abría la capilla y preparaba todo para el cura
oficiante; además, la encargada de repicar la campana.
Nosotros con placer le ayudábamos.
El Padre Pascual, español cascarrabias fue el primer
cura de la Capilla. Tiempo después, Justiniano, que
viviría en España, me diría que era hijo de familia
rica y era un ALCOHOLICO.
A pesar de todo, Padre Pascual era bueno (ahora me
explico por qué en las misas me exigía más y más vino
en el copón de oro, en la parte del acto litúrgico que
le tocaba beber “la sangre de Cristo”).

Después vino Apolinar Pérez Noboa, aquel curita azuano
que ordenamos en la Catedral de San Juan y que se
quedaría a vivir en el casa de Monseñor Reilly y a
trabajar en la “Santísimo Redentor”.
Pobre Apolinar. Las mujeres no lo dejaban tranquilo ni
un momento. Ni “Coqui”, Ni Tamara ni Vívian. Las
mujeres nunca no nos dejarán tranquilos a los hombres.
¡Que bueno que así sea! Eso hace menos aburrida la
existencia. Al Padre Apolinar, lo hicieron ahogar los
“Hábitos”, y a mí, desviarme de esa planteada
aberración de ser cura.
Recuerdo a “Las Altagracianas”, unas “monjas” de
mentiritas”. Vivían en casa de Tía Lourdes, al
principio de la Capotillo, al lado de Tenguerengue;
allí solíamos escuchar a Tito Rodríguez en uno de los
mejores aparatos de música de San Juan. Yo me
explayaba en mis ensoñaciones románticas inducido por
el “quejadito romántico” de Tito.
Un día, mirándome en éxtasis María Teresa la
Altagraciana, clavó en mí corazón la daga de su
envidia: -¡ Que comparón es esta porquería!.
La porquería era yo. Yo era un Quijote a los 13 años,
siempre lo fui. En eterno romántico que sería.
Porque fue eso mismo lo que me movió a la casa de
Monseñor; exactamente ese mismo romanticismo de
Quijote.
De pronto estuve entre las turbas; uno más entre las
turbas (pero con otro pensamientos). Me fijaba en la
cara de todos los que allí concurrían con palos y
piedras en las manos e indecisas en las palabras;
tiraron dos tres pedradas a la ventana de la Casa de
Monseñor.
La sorpresa; del fondo de el casa y emergiendo por la
marquesina, salió Monseñor Reilly, acompañado de dos
otros curas. La turba se inhibió. Monseñor tenía el
rostro descompuesto de ira, y unos cojones más grande
que su catedral San Juan Bautista.
La turba no esperaba algo así y no supo cómo
reaccionar; Monseñor había decidido ir a pié hacia la
catedral marchando por toda la avenida “Presidente
Trujillo” (Avenida Independencia), parecía un nuevo
vía crucis con un nuevo Cristo pero dispuesto a no
dejarse crucificar. Lo favorecía una cosa: Era
ciudadano norteamericano y estos plebeyos entre los
cuales habían cueros del “Nuevo Amanecer” de “Pobre” y
de “Los Perros”, intuían que su Imperio lo protegía.
Cuando Monseñor avanzó unos cincuenta pasos, alguien
ordenó asaltar la Casa. ¡Que horda de bárbaros!
Hombres y mujeres entraron y salían con lo primero que
se pegaba en las manos: Utensilios de cocina, ropa,
instrumentos diversos, piezas mecánicas, rueda de
vehículo, aparato de recortar césped.
Un muchacho salió con un Copón de Oro; aquel cáliz me
era familiar pues lo veía y echaba vino todos los
domingos y días de guardar en las misas.
No se de donde saqué coraje y valentía. Lo cierto es
que me abalancé sobre aquel ladronzuelo y le arrebaté
el “copón de oro”. Pasmado de espanto ni se atrevió a
ripostarme. Tal vez pensó que yo era otro ladrón.
Mi madre se asombró al verme con aquella cosa sagrada
y de oro en la mano. ¡lo recuperé para la iglesia! Le
dije. Cuando la marea pasó, unos días después, con
mucha discreción, entregué la reliquia a Las
Altagracianas. Entonces era, un soldado de Cristo y de
la Iglesia.

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